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Sinopsis

A partir de aquella noche el mundo cambiaría por completo, así lo había decidido. Ya no cabría la injusticia, la impunidad y la depravación, que durante largo tiempo habían estado ligadas al género humano. Obligaría a la sociedad a recobrar el rumbo que la democracia le había hecho perder y, para ello, solo le quedaba una alternativa: reinventar el terrorismo revolucionario.

¿Qué ocurriría si la indignación tornase en violencia?

Capítulo I
Mumbai, 7 de agosto de 2011

Dharavi, el suburbio más oscuro de Mumbai, ardía aquella noche como solo los más ancianos del lugar podían recordar. La gente corría y tropezaba dramáticamente en los estrechos pasadizos que se abrían paso entre las incontables barracas que aquellos desterrados de la sociedad habían conseguido construir a base de desperdicios. La mayoría tenía suerte de contar con unas sandalias, aunque estuvieran medio rotas o directamente rotas; otros, sin embargo, se resignaban a hundir sus pies desnudos en los charcos de excrementos, tan característicos de aquel infi erno mundano. Las uralitas cedían, las puertas en llamas caían sobre niños malnutridos y, sobre ellas, corría una multitud enloquecida, sin importar los chillidos de dolor de los que habían quedado atrapados debajo. El hedor a quemado que desprendían los plásticos y maderas traídos de los vertederos colindantes era insoportable, hasta tal punto, que aquellos que no llevaban mucho tiempo allí, vomitaban mientras trataban de escapar de una muerte garantizada. Las ratas brotaban de todos y cada uno de los rincones, mezclándose con la muchedumbre, resultando complicado diferenciar la razón humana del instinto animal. Una gran metáfora que ponía de manifi esto la ruindad del hombre, que siempre surge cuando de salvar la vida se trata. De entre todos, llamaba la atención un decrépito nonagenario ataviado con una túnica que en algún momento del pasado había sido blanca. Estaba apostado en medio de una de las arterias principales no por valentía, sino por locura. Miraba fi jamente a los ojos de los que procuraban ponerse a salvo y, entre carcajadas de demencia, les gritaba que aquella era la voluntad de Agni y que había que someterse a sus designios. Sus revelaciones religiosas apenas resistieron unos minutos en pie y tras un leve empujón femenino, acabó dando de bruces contra el suelo. Los más afortunados habían tomado dirección sur, buscando refugio más allá de la estación de Hanuman, mientras que otros, más desdichados, acudían en tromba por las calles Kakkayya y Hamdev, con la esperanza de alcanzar el saturado hospital Sion, situado al este. Una turba malherida se hacinaba contra sus puertas, creando un ruido ensordecedor de auxilio solo comparable al de las panaderías alemanas de entreguerras. El centro de Dharavi era un verdadero caos y algunos, aún a riesgo de perecer, aprovechaban la confusión para adueñarse de chatarra ajena, chatarra que después venderían por un puñado de rupias. Los rateros del lugar habían llegado a la conclusión de que cuando uno no tiene nada, no tiene nada que perder, ni siquiera la vida. Y de repente, cuando toda esperanza de heroísmo parecía haberse desvanecido ya por completo, una chica, mujer y niña a partes iguales, comenzó a abrirse paso a contracorriente, entre torsos empapados de sudor y ceniza. Lo que más llamaba la atención era su color de piel, que en escasos metros pasó de pálido a mugriento. Se notaba que no había nacido en aquel sumidero de extrarradio, y por ello, rápidamente se convirtió en el centro de todas las miradas. Nadie comprendía su afán por ir al norte, donde solo quedaba fuego.
  La joven había llegado hacía apenas unos meses, destinada allí por una asociación belga que promovía la educación infantil en países en vías de desarrollo. Se trataba de una de esas personas esclavas de la empatía que, al menos en apariencia, no había soportado más la idea de vivir en la comodidad europea de lo cotidiano. En cualquier país del mal llamado primer mundo podría haber sido una de tantas y asistir mañana tras mañana a la ofi cina de turno, no le faltaba preparación laboral, ni mucho menos académica, de hecho, así había malgastado sus días desde que terminó la universidad cinco años atrás. Fue precisamente en uno de esos días absurdos cuando el destino, aprovechando su vacío existencial, decidió cambiar el rumbo de su vida. A veces no se necesita más que una frase, a modo de posdata en un grafi ti, para destruir la concepción que se tiene del mundo y echar por tierra planteamientos erróneos. Ella jamás podría olvidarse de esa consigna pintada con un espray color esmeralda, probablemente por la mano de algún quinceañero soñador que, sin saberlo, había conseguido enseñarle el camino correcto. Aquel fi lósofo anónimo dibujó con una caligrafía intachable:
  «Para cambiar tu vida, tienes que cambiar tus prioridades.»
  Miles de personas habían pasado por allí esa mañana y, aunque tal vez no fue la única en comprender su sentido, solo ella decidió ponerlo en práctica. Así fue, y unas semanas después, tras haber realizado una serie de entrevistas ridículas, consiguió entrar como voluntaria en una asociación fi nanciada por el ayuntamiento de Lovaina. Según sus estatutos, dicha asociación había nacido para combatir la incultura internacional generada por la pobreza impuesta. Poco a poco, a base de conferencias y seminarios alrededor del mundo, comenzó a empaparse del idealismo de ayudar al prójimo. Así empleó su tiempo hasta que, al cabo de unos meses, fue fi nalmente destinada como profesora a Mumbai. Y allí fue, en Dharavi, donde tuvo la oportunidad de sentir por primera vez el placer de dar todo a los que no tienen absolutamente nada. Fue en esa escuela ruinosa donde por fi n pareció cambiar la trayectoria de sus sueños. Allí se escolarizaba a cientos de niños, en su mayoría provenientes de los asentamientos chabolistas de los alrededores. Prácticamente todos eran huérfanos, pobres y marginados. Solo se les describía con adjetivos que hacían imposible pensar que algún día pudieran recordar su infancia como una época alegre y despreocupada. Las escasas horas de escuela eran todo lo que les quedaba de su niñez, pues a pesar de tener entre cinco y ocho años, sus tardes consistían en pelearse por defender trastos y desechos que recogían en los basureros aledaños, que después cambiaban en las plantas de reciclaje por algo de dinero con el que seguir sobreviviendo. Sobrevivir jamás será equiparable a vivir.
  En su primer día conoció a Saiyid, un renacuajo desamparado que apenas contaba seis años. Aún así, esbozaba una enorme sonrisa de agradecimiento que fundía con una irada de inocente esperanza. Había llegado el primero por la mañana a la puerta de la escuela, y dado que faltaba más de una hora para que las clases empezaran, le invitó a entrar. Desprendía un olor poco salubre y su ropa estaba llena de lamparones de todos los colores. Así que, sin que nadie se percatase, lo llevó al baño de profesores y en una ducha que tenían para su uso personal, le devolvió la higiene a base de gel y champú. Había pasado ya mucho tiempo desde que iniciara sus andanzas por el maravilloso mundo del voluntariado, pero todavía no se había acostumbrado a la idea de que una simple ducha pudiera generar tanto entusiasmo en los demás. Le vistió con ropa limpia y vieja, de esa que la gente dona en lugar de tirar cuando ya no la necesita. Quedó guapísimo, como un principito orgulloso de sus nuevos zapatos y de su primera camisa de cuadros azules, parecía que se la hubieran hecho a medida. Ella sabía perfectamente que había roto las reglas, porque había sido informada meticulosamente de que estaba prohibido extralimitarse de las funciones docentes. Pero ni el código de Hammurabi la habría detenido en su empeño por llevarle con ella a un diminuto despacho que le habían asignado e invitarle a desayunar juntos leche con galletas. Había algo especial en aquel niño, lo presentía, y tardó poco en descubrirlo. Comprendió que su instinto no se había equivocado cuando empezó a interesarse por su vida. Aquel pequeñajo de pelo oscuro le recordaba a alguien especial, como si fuera la viva imagen de la persona más importante de su vida. Cada respuesta lo evidenciaba.
  —¿Dónde está tu padre? —se interesó la chica con una mirada escéptica.
  —Nunca he tenido padre —le respondió impasible, como si el hecho fuera irrelevante para él.
  —¿Y tu madre? —prosiguió la joven con un tono dulce.
  —Desapareció hace un mes, mi hermana dice que nos ha abandonado. Pero yo creo que la han matado, ella nunca me hubiera abandonado; mi madre era la madre que todo niño debería tener —prosiguió con un semblante triste—. Ahora vivimos los dos solos en casa, justo al lado, en Dharavi.
  La maestra enmudeció ante las respuestas, con lo que desistió en su intento de indagar más a fondo en la biografía de aquel aprendiz de hombre. A pesar de lo dramático de su niñez, el pequeño tenía un brillo especial en la mirada, sobre todo cuando repetía una y otra vez que él quería ser médico y que ayudaría a todo el mundo. Le llevó menos de media hora robar el corazón de la joven europea, que por entonces ya era consciente de que nunca más se podría separar de él. En clase no hacía más que provocarle sonrisas. Saiyid era de ese tipo de alumnos que levantaba sin cesar la mano y mandaba callar a sus compañeros. Era el claro ejemplo de que la edad es una actitud y de que más años no conllevan necesariamente más madurez.
  Al cabo de unos meses de haberse conocido, le acompañó a casa. A él le hacía una inmensa ilusión presentarle a su hermana y enseñarle el lar donde vivía, por menesteroso que fuera, no sin antes pasar por una pastelería a comprar una tarta. A su hermana le encantaban y él solo podía regalársela una vez cada doce meses, por su cumpleaños, y para ello tenía que invertir los ahorros de todo el año. La niña se llamaba Aahna y les estaba esperando con un vestido rosa claro que le llegaba hasta los tobillos. Habría sido un vulgar vestido si hubiera sido otra quien lo portase, pero en ella tenía un toque mágico, como tejido por hadas. Tal vez era porque nunca antes había tenido una ocasión especial para lucirlo, hasta aquel día. La marcaba una fi gura hermosa que daba a entender que, poco a poco, se estaba convirtiendo en toda una mujercita. Sus ojos eran de un color negro azulado y tenía una sonrisa blanca como la cellisca, poco habitual en el vecindario. Su hogar no era tal cosa, pues solo había dos colchones mugrientos en un lateral y unos botes de hojalata que contenían agua y arroz sobre una repisa de madera reciclada. Aún así, ellos estaban encantados de contar con la presencia de la maestra, y la confi anza que ella les transmitía, les llevó a comer la tarta directamente de la caja. Los cubiertos y los platos eran un lujo inútil para ellos, un lujo que les habría privado de jugar a llenarse las manos y la punta de la nariz de nata. Eran niños al fi n y al cabo. La joven belga admiraba el hecho de que en ningún momento se hubieran sentido avergonzados por vivir allí, sino más bien afortunados de tener un techo donde dormir sin mojarse cuando llovía. Escenas de ese tipo habían logrado que, en pocas semanas, su vida diera un vuelco de ciento ochenta grados. Ya poco quedaba de su pasado como proletaria de ofi cina. Finalmente se despidió de ellos sin decirles palabra de todo lo que tenía planeado. Solo pidió a Saiyid que trajera a su hermana a la escuela al día siguiente y nada más. Los dos hermanos desconocían por completo que ya había iniciado los trámites para adoptarles a ambos. Quería darles una sorpresa sacándoles de aquel infecto mundo en el que vivían. Esa misma tarde, el director de la escuela le había asegurado que por la mañana tendría todos los papeles de la adopción encima de su escritorio. Con ello, no solo ganaría su propia admiración cada vez que se mirase al espejo, la alegría de Saiyid y la sonrisa de Aahna, sino que había alguien, un chico que era un auténtico fanático de la adopción y que debía estar pensando en ella en aquel momento. Él sería, sin duda, el que más disfrutaría con aquella crucial decisión. Ya tenía todo dispuesto, incluso un piso apalabrado al otro lado del río, cerca del barrio de Branda. Allí se quedarían unas semanas, hasta conseguir el permiso para poder sacarles del país. No habría sido necesario de haber podido quedarse los tres en su residencia, pero la política de la asociación impedía acoger invitados, un hecho irrelevante que solventó con gran facilidad. Ahora solo pensaba en contar los días para volver a Lovaina, donde les daría una nueva oportunidad. En teoría, no dejaría de colaborar con la asociación, pero su labor en Mumbai ya había tocado a su fi n. Sintió que la razón de su viaje había sido el encuentro de los que se convertirían en sus hijos en cuestión de horas. Sabía que esa noche volvería a sentirse niña, ilusionada por recibir al amanecer su regalo, al más puro estilo navideño. La diferencia era que ya no aguardaba juguetes, sino la sonrisa de otra niña y de su hermano al descubrir su nuevo futuro. Pensando en ese maravilloso devenir abandonó las callejuelas de Dharavi, pero apenas había recorrido cien metros cuando los gritos de la gente y el trajín de ambulancias y bomberos, la obligaron a dar media vuelta y correr.

Conoce al autor

J. P. Longobardo

J. P. Longobardo (Toledo, 1988) es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED. Realizó estudios superiores de francés en l’Université de Rennes y posteriormente una especialización en Sociología en l’Université Paris V René Descartes. Su vida académica estuvo estrechamente vinculada a los movimientos sociales parisinos y madrileños, y su estilo literario se desvela con una clara influencia filosófico-política de las corrientes trascendentalistas y decadentistas. Novelista por devoción, inicia con El hijo de la virtud un arduo camino por el mundo de la palabra escrita.

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